En nuestra sociedad, cada vez somos más conscientes de ciertas realidades dolorosas que, por fin, ocupan un lugar en la agenda pública. Los asesinatos machistas, por ejemplo, han dejado de ser un problema privado para convertirse en un asunto de Estado. Los informativos nos recuerdan, mañana, tarde y noche, el goteo de mujeres que pierden la vida a manos de sus parejas o exparejas. Y, aunque todavía queda camino por recorrer, hoy existe una sensibilidad social que obliga a tomar medidas.

Sin embargo, hay otra realidad igual de devastadora que apenas ocupa espacio en la conversación pública: el suicidio. Y las cifras son estremecedoras. Cada año, en nuestro país, mueren más personas por suicidio que en accidentes de tráfico, una proporción que triplica los fallecimientos en la carretera. Cada año también mueren más mujeres por suicidio que el conjunto de todas las mujeres víctimas de asesinatos machistas desde que tenemos registros.

A nivel global, siete de cada diez muertes violentas de mujeres, incluidas las producidas en contextos de guerra, tienen como causa el suicidio. Pese a ello, seguimos sin hablar de ello con la claridad que requiere.
Los datos son contundentes, pero el silencio es aún más fuerte. No nos estremecemos con cada caso, no sentimos el golpe de conciencia que nos moviliza en otros ámbitos. El suicidio de un menor, de una mujer o de un hombre adulto suele presentarse como un hecho aislado, casi inevitable, cuando en realidad forma parte de un fenómeno colectivo que se repite año tras año sin que logremos modificar la tendencia.

Resulta difícil comprender por qué, a diferencia de otras problemáticas, no se ha impulsado aún una acción global y sostenida. En el caso del tabaco, por ejemplo, hubo que superar décadas de intereses económicos que retrasaron medidas efectivas para reducir su consumo. En el caso de los accidentes de tráfico, bastó una combinación de campañas de sensibilización, mejoras en la seguridad vial y endurecimiento de sanciones para lograr una reducción del 75% en dos décadas. En el suicidio, sin embargo, no parece haber intereses que justifiquen la inacción. Y, aun así, seguimos anclados en cifras prácticamente idénticas a las del año 2000.

Quizá parte de la explicación se encuentre en los mitos que hemos construido para tranquilizarnos: que hablar de suicidio lo fomenta, que quien lo intenta “sólo quiere llamar la atención”, que nada se puede hacer para evitarlo. Creencias erróneas que sostienen un silencio colectivo y que dificultan que la prevención ocupe el lugar que merece en la agenda política y social.

El suicidio es una realidad cruda, demasiado dura para mirar de frente, pero el silencio no lo hace desaparecer. Como sociedad, hemos demostrado que somos capaces de cambiar conductas y salvar vidas cuando decidimos actuar. Tarde o temprano tendremos que escuchar ese persistente goteo de muertes y reconocerlo por lo que es: una tragedia colectiva que exige una respuesta inmediata.

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